trastorno bipolar

Acerca de las contradicciones entre teoría y práctica del arte. Bipolaridades exploradas: lo teórico y lo experimental; la obra y su interpretación, posibilitada la interpretación como obra y la obra como interpretación; el autor y su obra, posibilitado el autor como obra y la obra como autora (como autora del autor, en este caso); el autor pensando la obra que le constituye como autor y pensando al autor que piensa la obra; el reconocer y el ser reconocido; la realidad y la ficción (y, como siempre, la ficción de la realidad y la realidad de la ficción.

La pieza número 13.

El año 2019 fue espantoso. El peor, con diferencia, de la vida del artista. El de la muerte de Irene, su primogénita, en las circunstancias más trágicas. Una muchacha de catorce años inteligente y sensible. Una joven prometedora.

Durante meses después del atropello, el artista no pudo decir nada, no pudo emprender nada y menos una obra. El dolor era enloquecedor, insoportable. No le permitía concentrarse. No era posible escapar de una cosa ni de la otra, ni del dolor ni de la parálisis creativa. El dolor era, por decirlo así, el adjetivo del momento, la parte absorbiendo al todo, una voraz sinécdoque. Porque le mantenía unido al tiempo de la muerte, el de la ausencia total e irrevocable de su hija. Contiguo a su vez a la vida que habían llevado antes, cuando reinaba la esperanza. Del dolor de esa muerte antinatural, absurda e injusta, no podía ni quería R. despegarse. Abolir ese dolor, evadirlo o atenuarlo por medio de narcóticos o lo que fuera le hubiera parecido un sacrilegio. Estaba atrapado en un círculo.

Acabó aquel año diecinueve y empezó el veinte, en idénticas circunstancias. Pero en marzo, como todos recordaréis, la peste irrumpió en nuestras existencias. También en la de la familia del artista, rota por la tragedia. Por unos meses, como es de sobra conocido, nos encerraron en nuestras casas. Sospecho que el arresto no supuso un empeoramiento sensible de aquellas vidas. Para ellos tres, en particular, no era posible más desazón, más angustia.

Algo vería R. en el oportuno requerimiento de L., otro artista y además amigo. Algo que le hizo reaccionar: «Tenemos que actuar. No podemos dejar sin actividad la sala». Se refería, naturalmente, al pequeño espacio cultural en el que ambos colaboraban desde hacía unos años junto a otros artistas locales. La respuesta de R. fue afirmativa y enérgica: «Estoy contigo». Casi al momento se pusieron de acuerdo en montar una exposición. Pero una exposición, como era obligado, cerrada al público. Abundarían por tanto en el oxímoron. Para obtener las obras sería necesario cursar cierta invitación. Habilitar una pequeña parte del presupuesto para la remuneración de los participantes. Y otra cantidad algo mayor en premios. El tema sería la propia pandemia, el virus y la situación de encierro forzoso. En un par de días levantaron una convocatoria. Con su texto curatorial, condiciones de participación, formato de las obras y plazos. La mayoría de los artistas aceptaron encantados. Cuando se aproximaban las fechas todavía se complicaron más las cosas. De pronto no se podía recurrir a ningún medio de transporte para llevar las obras a la sala. Hubo que adaptarse. A última hora se instó a los participantes a transformar alguna pared de sus propias casas en espacio de exposición y a remitir una fotografía. Se trataría, por tanto, de una exposición distribuida. Con tantas salas de exposición como domicilios. Accesible solo a los propios creadores y a sus familias. Y para el resto de la audiencia, por medio únicamente de fotografías en una pantalla.

Fue en aquellas penosas circunstancias que surgió la idea de la primera pieza, “Resistencia al olvido”, la que daría nombre a la serie completa. Para concurrir a aquel certamen con una obra, R. decidió reunir todos los utensilios de grafismo fino y color negro que pudo encontrar por casa y entregarse al desafío de cubrir con ellos, a base de garabatos, la entera superficie de una cartulina blanca. Ofrecer a la audiencia con los escasos medios a su alcance, el precario papel y un puñado de rotuladores, la oscuridad, el eclipse total de su alma. Esa sería su respuesta sincera, su modesta contribución a la insólita muestra.

El planteamiento no estaba exento de incertidumbres plásticas: ¿Alcanzaría a llenar la cartulina con aquella pequeña cantidad de bolígrafos, rotuladores y estilográficas? ¿Cuál sería la densidad final, la profundidad del negro resultante? ¿Se desprendería alguna impresión de originalidad de aquel trabajoso monócromo por el mero hecho de emplear un procedimiento tan arduo? Una semana después de iniciar la tarea el artista había agotado sus recursos. Y todavía le faltaba por cubrir una quinta parte. Momento en el que decidió recurrir al viejo truco infantil de rellenar con alcohol los depósitos de los rotuladores, alargar su vida útil aportándoles el contenido de algunos frascos. Colonia infantil. Perfumes que Irene había dejado abandonados por casa.

El resultado fue una pintura intensamente oscura, de un negro hondo con sutiles matices cobrizos. Sólo en la esquina superior izquierda, la pequeña parte de lámina que había quedado finalmente al descubierto, podía apreciarse la fábrica y el trabajo de filigrana allí ocultos. Resultó también una obra exageradamente perfumada, con exceso de buen olor, casi fétida. La pieza fue expuesta finalmente no en una pared del domicilio del artista sino en la del rellano de la escalera, en la última planta del edificio, bajo una claraboya de luz. Circunstancia que se comunicó a los vecinos por medio de un enigmático anuncio en el corcho comunitario: “Hay una obra de arte al final de la escalera”.

La oportunidad de la siguiente pieza de la serie se la proporcionó una nueva convocatoria. Un “Certamen de arte del paseo” surgido al calor de la primera liberalización del estado de alarma. Por fin se permitía, según edad y franja horaria, abandonar el domicilio. Todo invitaba a aprovechar la oportunidad con fines artísticos. Para participar en el nuevo concurso bastaba con documentar en vídeo un paseo estético, expresivo, subirlo a las redes y enviar el enlace a una dirección de correo electrónico determinada.

La primera idea de R. habría sido presentar un paseo de gran esfuerzo. Desplazar personalmente una pesada bola de piedra, transportarla rodando desde el paso de peatones en el que había muerto Irene hasta la plaza más céntrica de la ciudad: un cuadrado amplio resguardado por la notable construcción neoclásica que alojaba las dependencias políticas del ayuntamiento.

Decidido ya a ello, R. compró una gazing ball. Una piedra esférica de granito de unos treinta centímetros de diámetro y cuarenta kilogramos de peso. Artículo encontrado en la tienda digital de un comercio para jardineros. Pintó aquella piedra con encáustica, añadiendo a la cera virgen generosas dosis de black, un pigmento producido por el artista británico Stuart Semple y publicitado como el segundo más oscuro del mercado. Buscando el mismo efecto de planitud irreal, de anulación de la tercera dimensión, que había podido observar en las obras de algunos artistas. 

Su primera opción hubiera sido adquirir una piedra algo mayor, un ejemplar de medio metro de diámetro. Pero entonces hubiera alcanzado un peso de noventa kilos y hacerla rodar hacia el centro real y simbólico de la ciudad desde las alturas de un barrio periférico hubiera resultado sencillamente temerario. Finalmente llegó a la conclusión de que incluso el desplazamiento de una bola pequeña podría acarrear algunos peligros. Abandonó, por tanto, la idea.

Optó entonces por concurrir con un paseo más sencillo. El último trayecto seguido por Irene. El registro en vídeo de su recorrido a pie franqueando la pequeña distancia que separaba el portal de su casa del lugar fatídico. Secuencia grabada en un único plano, sin cortes ni pausas. Para capturar las imágenes pidió y obtuvo la ayuda de I., otro amigo artista, siempre eficaz en la resolución de cuestiones técnicas. «Todos los días muere atropellada mi hija a cincuenta metros de su casa», escribió R. como única explicación. «Un día y otro es atraída mi preciosa niña, al mismo punto, un agujero negro, un sumidero, por el que se precipita en un instante su conciencia».

La tercera pieza de la serie, totalmente desvinculada desde entonces de la contingencia de concursos y convocatorias, fue una fotografía. Una imagen que el artista presentó al público como su retrato «oficial» de doliente. En pose de tres cuartos, recortada su figura sobre un fondo negro, mirando un poco de soslayo a la izquierda y hacia abajo y sosteniendo en brazos a la altura del pecho la esfera previamente descartada. Con intención de expresar a la vez dos opuestos, pesadez y vacío. Y satisfacer de ese modo la curiosidad de la audiencia por un rostro sufrido. El título elegido para la pieza: “Mi vacío negro”.

La cuarta pieza, titulada “Concentración” fue un papel oficial, un impreso cumplimentado. El documento de comunicación de manifestación o reunión que había sido necesario hacer llegar tantas veces a la dirección de la policía autonómica para ocupar la calle. El formulario considerado por R. definitivo tras el largo proceso de comunicaciones y de concentraciones realizadas. Resumen y compendio de todos los anteriores. Testigo de una manifestación individual y silenciosa, sin lema ni pancarta. Desarrollada siempre en el mismo lugar, la acera frente al paso de peatones. «Contra pocas manifestaciones de muchos, muchas manifestaciones de uno», declaró el artista al respecto.

La primera vez que salió a la calle para concentrarse puede que hiciese frío y también que lloviera. Es seguro que R. iba de luto. Llevaba un impermeable negro, zapatos, pantalón, camisa de hilo y corbata de raso del mismo color. Se cubría la cabeza con una gorra. Llevaba la boca y la nariz, como era preceptivo en aquel momento, embozados en mascarilla. Acercándose al lugar, R. advirtió la presencia de un coche patrulla de la policía. Dedujo que estaba allí para velar por la seguridad de su protesta, lo que le pareció un celo excesivo. Se posicionó en el lugar señalado, muy cerca de la calzada. Y se mantuvo allí firme, por espacio de dos horas, casi siempre con los ojos cerrados, sumido en sus propios pensamientos amargos. No se le acercó nadie y tampoco le pareció mal.

Algo más de “éxito” a ese respecto, alguna respuesta del vecindario, obtuvo más adelante, en ocasión de allegarse al lugar de concentración acompañado de algunos objetos. Objetos llamativos. A saber: una bandera muy larga, una señal de tráfico, una silla, una camiseta y una esfera. Todos de color negro. Entonces sí que se produjo alguna reacción. Se le acercaron algunos vecinos. Charlaban brevemente con él, le ofrecían sus condolencias o le daban un abrazo. Algún que otro conductor le interpeló a gritos desde su vehículo: ¿Quién eres? ¿Qué pides? ¿Por qué haces esto? Otro conductor intentó atraer su atención en tono de burla, con ese aire que se dan los matones provocando a los locos. No le hizo ningún caso.

Lo siguiente fue agitar aquella bandera de duelo utilizada en la concentración en nuevos espacios. Levantar aquel paño de seis metros de largo frente al logotipo gigante de la ciudad en la plaza de la Virgen Blanca. O frente a los edificios viejo y nuevo del ayuntamiento. Al nivel de la calle o cobrando cierta altura, lograda en esforzadas ascensiones a colinas cercanas. Tachando la ciudad, tratando de velarla, de cubrirla de negro. Algunas de estas acciones quedaban registradas en fotografías que tomaban amigos, como J. o N. Y también su mujer y su hijo, casi forzados a colaborar en ello. Luego se apañó un trípode y un disparador a distancia y a partir de entonces las sacó él mismo. Representaban para R. una suerte de anti postales, castigos en efigie infligidos a la ciudad. “Bandera negra sobre ciudad blanca”, fue el título elegido para la serie. En la mente de R. algunas referencias cruzadas: el cuadrado negro sobre fondo blanco de Malevich, la bandera anarquista, negación de todas las banderas y también, el arcano decimotercero del tarot de Rider.

En sexto lugar llegó la pieza titulada «Estigma». Consistente únicamente en una camiseta negra de manga corta con algunas letras de vinilo del mismo color adheridas al pecho. “Sí, soy el padre de la niña muerta». La prenda concebida para llevar a sus concentraciones como respuesta poco legible a la que suponía una pregunta recurrente de conductores y vecinos.

La pieza número siete, “Dolu ikurra / Señal de duelo” se trató de una señal de tráfico. Una señal corriente de límite de velocidad a cincuenta kilómetros por hora adquirida directamente al fabricante. El artista la había rectificado cubriéndola de pintura asfáltica, enriquecida para el círculo central con pigmento negro. No se trataría, según R., de indicar peligro de muerte sino de señalar la muerte misma. El artista fantaseaba con el efecto pedagógico de una señal de tales características. Un signo visual funesto colocado en todos aquellos lugares de la ciudad en los que se hubiese producido un homicidio por atropello. La señal se presentaba de fábrica atornillada a un mástil de acero galvanizado y este, a su vez, sujeto a una base en cruz del mismo material. Todo el conjunto debía ser transportado a hombros por el propio artista, desde su estudio hasta el lugar de concentración, trescientos metros más abajo, como en un via crucis particular, atravesando varias calles del barrio y provocando al paso cierta curiosidad y desconfianza.

Para la octava pieza de la serie R. encargó un ramo a una floristería. Un bouquet muy sencillo, sin celofán, cintas ni otros adornos. Compuesto en su totalidad de flores oscuras. Debía emplearse en una acción de calle consistente en mover las flores de un lado a otro, cruzar continuamente aquel paso de peatones, utilizando o no los semáforos de pulsación, recién instalados por el ayuntamiento, para detener el tráfico. Las flores eran transportadas de una en una o en ramilletes. Se recogían del suelo en una de las aceras y se depositaban en el suelo de la contraria. Y a la inversa. El movimiento se iniciaba o finalizaba en función de la intensidad o peligrosidad del tráfico del momento. El propósito de R. era forzar legalmente la parada de los coches, ralentizar la circulación en momentos de máxima afluencia, oponiendo su figura de peatón florido al exceso de velocidad. La acción se titularía finalmente “Calmando el tráfico con flores oscuras”.

Algunas tardes y buena parte de sus festivos se dedicaba R. a recopilar, ordenar y fotografiar los numerosos objetos de intención estética producidos por su hija a lo largo de su corta pero fértil existencia. El infantil pero prometedor trabajo de una artista incipiente, sus piezas de artesanía y de diseño, su cerámica, sus dibujos y fotografías, sus trabajos de assamblage, sus pinturas. Pensó que el destino más probable de todo aquello sería la destrucción y el olvido. Pensó también en su propio trabajo como artista, en sus intervenciones actuales, expresión estética de sufrimiento, arte urgente del duelo. Le pareció improbable pero no imposible algún tipo de supervivencia de las piezas. Decidió entonces fusionar al suyo el trabajo de su hija. Prorrogar la obra de Irene en la suya propia. La pieza final, consistente en la apropiación de algunos de los objetos de aquel catálogo, quedó, amargamente rematada con el título de “Posteridad”.

Para la pieza número diez, de título “Banal”, R. reunió las fotografías que había realizado a las balizas de tráfico instaladas en Naciones Naciones, la calle de autos, al año del atropello. Las fotografías realizadas desde entonces al conjunto de cilindros de plástico de color azul eléctrico atornillados a las líneas continuas próximas a los pasos de cebra. Colocados por el ayuntamiento con el propósito de disuadir a los conductores de realizar cambios repentinos de carril en tales zonas. Maniobras extremadamente peligrosas como la que le había costado la vida a su hija. El deterioro constante de aquellas balizas, golpeadas, aplastadas, arrancadas, representaba para R. un índice clamoroso, una evidencia incontestable del nivel de violencia vial que seguían soportando los peatones en aquel barrio.

Después de esto le pareció a R. llegado el momento de elevar a pieza, con el número once, la vieja bola negra. La piedra de granito negro que había descartado por peligrosa para la intervención del paseo, pero utilizada después en obras como el autorretrato o las concentraciones. Este objeto cohabitaba con su familia desde mayo de 2020 y había estado rodando por la casa sin destino fijo. Parando unas veces en la cocina, otras en el salón y en alguna ocasión en los dormitorios. Había sido fotografiada en escenas de interior y también en la calle. Simultánea o alternativamente en funciones de carga inhumana (piedra de Sísifo), bola de grillete (sin cadena), agujero tridimensional, atractor siniestro, sumidero insaciable y finalmente condensador. «Condensador de duelo». Testigo mudo e inerte del dolor de su familia, de su soledad, de su desesperación.

La pieza número doce devolvió al artista a la calle. Para una acción de reparto de octavillas que tituló “Aquí hay un punto negro”. En referencia a la presencia real, y al mismo tiempo figurada, de un tal elemento gráfico. Un punto o círculo negro pintado sobre la calzada en el lugar exacto en el que había sido arrollada su hija. Desmintiendo por los hechos unas declaraciones de la policía municipal asegurando desconocer la existencia en aquel barrio de tales figuras geométricas. «La policía municipal no reconoce la existencia de puntos negros en el barrio de Zabalgana», se habían apresurado a declarar.

A aquellas alturas de la serie fue cuando un periodista intentó ponerse en contacto con R. Quería por lo visto escribir un reportaje sobre su proyecto. Le solicitaba, por tanto, una entrevista. Está solicitud no obtuvo respuesta. En primer lugar porque no le parecía a R. que la palabra “proyecto” fuese adecuada. Lo suyo era otra cosa. Y en todo caso, porque el canal que había escogido para expresar su dolor y su rabia era el del arte. Hubiera aceptado como mucho una mención en las respetuosas páginas de cultura. Pues la alta dignidad de su empresa le impedía pasar, como si tal, del negro al amarillo. 

Algunas de aquellas obras habían ido experimentando paulatinamente ampliaciones y ensanchamientos. Los numerosos formularios de concentración habían quedado reducidos a uno solo, desprovisto de pathos. Los formularios previos quedaban solo como estudios preliminares o bocetos. La bandera negra había sido hecha jirones y ahora aquellos retazos de tela flanqueaban el mortal paso de peatones atados a los árboles. La camiseta que proclamaba a los cuatro vientos su dolorida condición de huérfilo había sido complementada con unas tarjetas de visita (impresas en tinta negra sobre cartulina del mismo color). Para las acciones de calmado de tráfico había acabado utilizando flores marchitas, arrancadas de los ramos atados a los árboles. El condensador de duelo había experimentado una última metamorfosis. En aquel momento, y para el resto, hacía funciones de estela funeraria junto a un roble joven, árbol plantado sobre las cenizas de Irene, depositadas a su vez sobre la tierra en una finca rústica propiedad de la familia. Finalmente, las octavillas de “Aquí hay un punto negro” habían sido sustituidas por cartulinas negras, sin texto alguno. Todas aquellas piezas acababan fundiendo lentamente a negro, tendían paulatinamente a lo más oscuro.

Llegó, finalmente, el momento del trece, número infausto. La cifra con la que, en opinión de R., debía ponerse fin a aquella serie. La última pieza debía constar a su vez de trece partes, en una suerte de mise en abîme. Idea que materializó en un conjunto de cartas dirigidas al alcalde. Trece cartas negras. Las primeras cartas incluían, negro sobre negro, palabras muy graves, acusaciones directas y apelaciones a la responsabilidad del regidor para decretar un cambio, introducir un giro moral en las ordenanzas de tráfico. Se había propuesto R. enviarlas una a una, por correo certificado, a un ritmo de una o dos a la semana. Estaban documentadas por el artista como piezas. Motivo por el que no le importaba que fuesen o no leídas. Lo que le importaba era enviarlas.

Debieron alcanzar en todo caso a su destinatario. Pues prácticamente al segundo envío, R. recibió una llamada telefónica del ayuntamiento. La secretaria del alcalde le hacía saber que las habían leído y le emplazaba urgentemente a una reunión. Un encuentro con el concejal delegado de espacio público. El día y a la hora acordados se presentó R. en el ayuntamiento. Vestido con su indumentaria de faena: la camisa, el pantalón, los zapatos, la mascarilla y la corbata con los que había realizado todas sus intervenciones. La conversación transcurrió en términos correctos. R. comunicó a las autoridades allí presentes exactamente lo que pensaba y creía, que el ayuntamiento había fallado a su hija, que la avenida en la que ella había perdido la vida estaba mal diseñada, que se habían omitido medidas básicas de seguridad como semáforos y badenes, desoyendo las angustiadas llamadas de atención, las alertas sobre el creciente peligro del tráfico en la zona lanzadas por las asociaciones de padres y madres de los centros escolares y por la asociación de vecinos del barrio. Les hizo saber que Irene había sido víctima de la gran violencia vial existente en aquella parte de la ciudad. Que aquella muerte absurda había sucedido por la acción directa de un cretino, un conductor temerario, pero también por las omisiones de una institución negligente, a la que ellos representaban. Les ofreció una cifra contrastada, a treinta kilómetros por hora disminuían drásticamente los atropellos y también su mortalidad. Sólo el diez por ciento de los atropellados perdían la vida frente al noventa por ciento que perecían en caso de atropello a velocidades más altas.

Rogó a aquel concejal que incorporase a Vitoria al movimiento de ciudades de límite a treinta. Aquel dato que acababa de ofrecerles hacía éticamente inaplazable, en su opinión, la decisión. «El ayuntamiento no puede introducir un cambio de esta magnitud en las ordenanzas de tráfico ya que no dispone de los medios necesarios para garantizar su cumplimiento», le ofrecieron por toda respuesta. «Lo creo -les respondió entonces R.- ya que tampoco son ustedes capaces de hacer cumplir el actual límite de velocidad a cincuenta». Y ya nunca más fue requerida ni su opinión sobre aquellos asuntos ni su presencia.

A medida que avanzaba hacia la carta final, R. iba renunciando a las palabras, aunque no al color negro. Se le hacía cada vez más evidente que las palabras resultaban insuficientes e inadecuadas para expresar el vacío, la amargura de su corazón, la sed de su alma. Adjuntaba entonces en las cartas algunas pequeñas travesuras de artista. Ideas que se le iban ocurriendo sobre la marcha, en un extraño cóctel de humor y dolor. Al abrir uno de los sobres, por ejemplo, se derramaba confetti negro sobre la mesa del alcalde. Otro sobre adjuntaba uno de los jirones de la bandera negra. La hoja negra contenida en un tercero había sido preparada con pigmento black con el propósito de tiznar los dedos de todo aquel que la cogiera entre sus manos.

Quedaba a R. por enviar la carta negra número trece. La trece de la trece. Se había quedado atascado en ella. Se presentaban ante él diferentes posibilidades. Que la carta incluyera a su vez trece partes de algo, abriéndose de ese modo a una nueva serie sin fin. Cabía también la posibilidad de cerrar la pieza definitivamente, de cerrar la pieza y con ella la serie. Por ejemplo, enviando al alcalde un sobre completamente vacío, cediendo a la nada el protagonismo trabajosamente conquistado por el negro, haciendo de la nada su colofón.

Otra posibilidad, por último, era incluir en la misiva final cierta información, hacer partícipe al alcalde (y solo a él) de una decisión que el artista podría haber tomado o no, la de declararse en huelga de hambre, la de dejarse morir de inanición. Una huelga de hambre de carácter estético, una acción enteramente desinteresada. Pues, en opinión de R., para ser considerada como obra de arte no podría contaminarse de peticiones o reivindicaciones concretas. Una vez puesta en marcha tal maquinaria no habría nada en el mundo, ninguna concesión política, que pudiese alterar su designio. Ya no sería posible ninguna intromisión en la finalización de la pieza, no se admitiría ninguna transacción, ninguna componenda. El artista se habría colocado por una vez en su vida en posición de ser el dueño único y absoluto, el amo definitivo del significante de su obra.

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